Vivir el Camino
Mi experiencia de hacer en bici el Camino de Santiago por Roberto Battaglino
Allá por el año 875 empezaron los peregrinos a trazar la senda. Buscaban la tumba del apóstol Xacobo, que había sido descubierta en la región norte de Hispania. El nombre de aquel seguidor Jesús al agregarle el san fue quedando, en el latín galáico, como Santiago.
Comenzó a construirse una gigantesca catedral en el lugar, al que el rey de España dio el nombre de la Compostela.
Así, la cristiandad tenía tres grandes lugares de peregrinación: Roma, Jerusalén y Santiago de Compostela.
Y esos caminos hechos por peregrinos fueron los que estructuraron el desarrollo cultural, social y político al norte de España. Esos trazados ya tenían carga histórica de celtas y romanos.
Desde hace 1.200 años que millares de peregrinos recorren esa variedad de caminos de Santiago. La motivación religiosa es sólo una. Pero las hay de las más variadas.
Unos salen de Portugal, otros del sur de España, otros del centro, algunos van bordeando el mar Cantábrico. El más tradicional es el denominado Camino Francés, desde Roncesvalles, Francia, hasta Santiago.
La mayoría lo hace a pie. Algunos en bici y otros a caballos. Personas de todas las edades, los credos, las latitudes.
Hacía rato que quería hacer ese camino, o al menos una parte, pedaleando. Hasta que un día me encontré con un viaje postergado por la pandemia y me dije que si alguna lección nos había quedado de aquellos largos meses de encierro era que todo debía hacerse en el momento.
Así que le propuse a mi suegro Isidro que adelantasemos unos días el viaje e hiciéramos aunque sea una parte del Camino Francés.
Así fue que alquilamos unas bicis en León, una ciudad maravillosa, llena de tesoros arquitectónicos y referencias gastronómicas. Y viajamos para allá como punto de partida.
Primer detalle de bienvenida. Pepe, el dueño de BikeLeón, nos estaba esperando un día antes con las bicis MTB con un solo plato, rodado 29 y totalmente equipadas. Cascos, caramañolas, alforjas, bolsa grande en el manillar, campanita para ir abriéndose paso, repuestos y herramientas. Y una frase que nos iba acompañar en el periplo: “Acá, en este camino, todo está hecho para que disfruten”.
Y así fue. Arrancamos muy tranquilos por las llanuras de Castilla y León. Con nuestra libreta para llenar de sellos y lograr la Compostela al final del camino.
La primera parada fue apenas a los 3 mil metros. Valverde de la Virgen. Unas pocas casas, una iglesia con un par de cigüeñas arriba y un barcito con toda la onda para el primer desayuno. Café con leche y bocadillo de jamón crudo. La sensación es que ya todo había valido la pena.
Y así fue todo el camino. Parando en cada pueblo, paraje, ciudad, monumento. Cruzando peregrinos y cruzando el saludo “buen camino”. Sacando fotos, compartieron charlas.
Una de las primeras fue con el cura de Passo Honroso, que nos contó con lujo de detalles como ese puente que íbamos a cruzar tenía los pilotes hechos por los romanos en el siglo I.
Estábamos pedaleando sobre más de dos mil años de historia y no llevábamos ni media jornada.
El celular no daba a basto de sacar fotos a cada rincón. Los amigos de Kokuen nos habían diseñado unos jerseys especiales con el logo del camino y la bandera argentina.
Todo nos sorprendía. Almorzamos tortilla, callos y jamón en la monumental Astorga y nos quedamos enganchados en una sobremesa con dos parroquianos y la dueña del local que discutían sobre cuándo había llovido por última vez. Seguíamos sin llegar a mitad de la jornada y el tiempo parecía detenido.
El pedaleo era muy tranquilo. Recorrer cada aldea, charlar con vecinos y caminantes y esperar que el sol bajara un poco para detenerse en Rabanal del Camino a hacer la primera noche. Un templo del siglo 14, un albergue público para peregrinos, una hostería y 10 ó 15 casas. Y un sitio más que especial: la Taberna del Pueblo. Allí fuimos a merendar una caña (la medida más convencional en España de la cerveza) y algún bocadillo, con los últimos rayos de sol. Nos terminamos yendo casi a las 11 de la noche después de haber probado todas las especialidades de la Rubia, la dueña del lugar, a medio metro de su pequeña cocina.
Los días siguientes fueron tan intensos pero cada uno le sumaba alguna sorpresa más.
A medida que nos acercábamos a Galicia, empezaron las subidas algo empinadas. Pero el ritmo de pedaleo era tan tranquilo y la energía que transmitía cada “buen camino” con los cientos y cientos de caminantes o ciclistas que nos cruzábamos, hacía que el esfuerzo fuese mínimo.
Cada pueblito era una parada. Cada paisaje era una foto. Cada monumento era rastrear historias de centurias de romanos, templarios, reyes y plebeyos. Cada barcito o taberna era abrir una larga charla con peregrinos de las más variadas latitudes, que te los volvías cruzar en días siguientes y te saludabas como amigos de toda la vida.
Los peregrinos y los bicigrinos terminan conformando una comunidad multitudinaria, andante, solidaria, amable y divertida.
Cada hora que pasaba le daba más la razón a Pepe respecto a que todo estaba hecho para disfrutar y uno sólo se debía ocupar de pedalear. O caminar.
Las flechas amarillas y las vieiras (el símbolo del Camino) te marcan a cada momento el rumbo a seguir. Imposible perderse.
Cuando, de manera más que excepcional, hay tramos del camino sin población, nunca más de 10 kilómetros, aparece una tienda de campaña con bebidas, frutas, cereales, sombra para descansar. Y sin costo.
Las experiencias se suceden. Como rodear pedaleando el gran castillo medieval de Ponferrada.
A medida que te acercas al Duero, ese río que atraviesa buena parte de España y desemboca en Portugal, aparecen los viñedos y en cada zona tienen su vino típico. Villafranca del Bierzo fue uno de los sitios donde, después de dejar la bici en el residencial y la ducha reparadora, hicimos una larga cata de distintas variantes. La catedral de esa pequeña ciudad tiene la imponencia de los grandes templos de Europa. Y uno la recorre en soledad, con el párroco de guía.
La entrada a Galicia viene con la subida a O Cebreiro, con su capilla del siglo VIII y sus callejuelas empedradas, las casas gallegas y esa vista de 360 grados de una aldea clavada en la cima de una montaña.
Ya en tierras gallegas se terminan los llanos. Todo es subir o bajar. Con mucha vegetación, mucha humedad. Con pueblitos detenidos en el tiempo, con sus hórreos, esa típica construcción gallega que se usaba y se sigue usando para almacenar cereales.
Hay lugares que ni figuran en el mapa y tienen alguna referencia histórica.
Cada pueblito tiene todo lo que necesita el peregrino para pernoctar. Un albergue público, un pequeño residencial, una casa para masajes, un negocio que vende lo básico. Cada alojamiento tiene su lugar para lavar la ropa del día. Todo es cordial, amable, basado en un pacto de confianza, que lleva a que los dueños te dejen las llaves del lugar, se vayan y te indiquen dónde las tenés que dejar a la mañana cuando te vas.
Los peregrinos empiezan a andar al alba porque ya al mediodía o pasado el mediodía se detienen. En bici podes salir un poco más tarde. Haces unos 40, 50 kilómetros por día. A ritmo muy tranquilo y parando a cada rato.
Hay gente que camina todo. Hay algunos que sólo hacen un tramo y siguen en algún vehículo. Hay unos llevan todo su equipaje encima y otros que anda con una pequeña mochila y el resto va en los servicios de traslados de equipaje.
A medida que te acercas a Santiago, cada vez hay más gente en el Camino. En especial en Portomarin, que son 100 kilómetros exactos a la catedral con la tumba del apóstol, el mínimo exigido para que te entreguen la Compostela.
Y los sabores de Galicia se impregnan en esas cenas tempraneras. Pulpo, navajas, percebes, gambas.
Ya van varios días en el Camino. Tantos saludos, charlas, vivencias.
El final se acerca. El verde de los senderos se hace más intenso. Los diálogos se multiplican.
Pero me quedo con uno. Fue un rato antes de llegar a la colina donde está el monumento al Peregrino, donde ya ves a tus pies Santiago y su monumental catedral.
Paramos en un muy bonito lugar en Villamaoir a hacer nuestro último almuerzo. Quedaban sólo cuatro kilómetros de pedaleo y en bajada. Ya teníamos nuestra libreta llena de sellos. Así que hubo tiempo y lugar para entrada, plato, postre y un par de balones de cerveza.
Y ocurrió allí el primer contratiempo del camino. Se pínchó la goma trasera. Busqué una sombra en el arroyo que bordeaba el lugar donde almorzamos y me puse a cambiar la cámara.
En el movimiento, desperté a una peregrina que dormía bajo un frondoso árbol. Era una uruguaya que se había separado de su grupo por la sencilla razón de que quería “vivir el Camino”. La meta no era llegar. Era vivir el Camino.
Su energía, su magia, su encanto, su gente, sus lugares, sus monumentos, sus pueblos, sus comidas, su vida.
Ahí terminé de entender que no quería llegar. Quería seguir viviendo el Camino.
Y con esa sensación llegamos a la plaza del Obradoiro, donde nos esperaban Cristina y Cecilia.
Quería volver a empezar. En realidad, sigo queriendo volver a empezar. Quiero seguir deseando “buen Camino”.